Cultura

Letras cercanas: Los Resucitados (Javier Páez)



Letras Cercanas – Literatura villamariense

LOS RESUCITADOS


de Javier Páez



“Tuve miedo pero ya se fue. Ahora estoy
arriba de mi casa con un rifle”
(“Mi próximo movimiento “– El Mató a un Policía Motorizado)


Se llama Walter. Mejor dicho, lo llaman. Aunque en realidad, nadie lo hace ahora. Los que lo hacían, están ahí abajo: sucios, desalineados, vagando sin rumbo, como recién salidos de una fiesta interminable.
La iglesia, al frente de la plaza, es la construcción más alta del pueblo. Walter sobrevive en el campanario. Desde ahí observa a los resucitados. Casi todos le resultan conocidos. Ayer había visto al viejo Sánchez, el panadero. Excepto por el ojo y la nariz que le faltaba, estaba igual que siempre.
A veces, Walter, cree escuchar autos marchando por la ruta. Suele quedarse un buen rato mirando hacia la 158, pero lo único que encuentra es el caserío chato del pueblo, como una isla pequeña y gris, rodeada por un inconmensurable océano verde de soja.
Diciembre se hace sentir. Los cadáveres de los que han muerto dos veces, de los “dosvecesmuertos” para Walter, fermentan bajo el sol caliente. El olor pútrido es insoportable. Las moscas zumban y los jotes, de tan llenos, no pueden levantar vuelo. Entonces, para apaciguar el asco, piensa en burbujas de Fanta helada y en campos de lavanda, como esos que aparecen en los desodorantes de ambiente.
Por la noche, lo único que se escucha son gemidos y gruñidos traspasando la oscuridad. Walter está acostumbrado. A luz de linterna agrega nuevas fotografías de dosvecesmuertos a las paredes del campanario. Les coloca el nombre que tenían antes de que pasara todo. Concibe a esta modalidad como una buena forma para saber cuántos resucitados quedan. La última foto que agregó era del gerente del banco.
La comida es por lo único que desciende. Siempre lo hace con un rifle calibre 22, una mochila, y su cámara polaroid colgada al cuello. Por lo general, los recorridos son rápidos. Vivir en un pueblo, presupone que no son muchos los lugares a donde ir por comida. Una demora, admite el tener que cambiar el recorrido ante la presencia de resucitados, o en última instancia, tener que repartir un par de balazos. O bien, encontrar pegado en un poste de luz un flyer de cuando buscaba, junto a Hernán (bajo), un baterista para la banda que querían formar. Llenaron el pueblo de flyers. El teléfono de la casa de Walter era el que figuraba. El único llamado que recibieron fue del viejo Sánchez, puteándolos por haberle llenado de carteles (como decía Sánchez) la persiana metálica de la panadería.
Cuando pasó todo, Walter estaba borracho. Había ido a una fiesta en la casa de un compañero de colegio, para el comienzo de la primavera. Despertó en el baño, olvidado y sentado en el inodoro, con los pantalones bajos y meados. De la fiesta, sólo quedaba el desorden y dos cuerpos decapitados en el living. Trato de regresar a su casa, pero el pueblo era un caos completo: la sirena de los bomberos, gente corriendo, humo, alarmas de autos, algunos disparos. Pensó en sus padres que habían viajado a Córdoba. Y después no supo bien cómo terminó en la iglesia, con otra gente, con el cura que repetía como poseído el pasaje bíblico en que Cristo resucitaba a Lázaro, para luego ser devorado ante el intento de bendecir a quienes consideraba resucitados.
Ilustración: Coqui Podestá
Sentado sobre el borde de una de las ventanas del campanario, Walter se considera el primer hombre en salvar su vida gracias al alcohol, aunque todavía no logra dilucidar si estar con vida, se traduce como un beneficio, o un grado más de su soledad. Después enciende un cigarrillo, y cada pitada le marca los huesos de la cara. Le quedan tres cigarrillos del paquete que le sacó a Paula. El mismo día que recuperó la guitarra acústica y la polaroid de su casa, encontró a Paula, tirada con los brazos en cruz sobre el capó de un auto carbonizado. Ella fue la primera en ser fotografiada. En la frente tenía un profundo agujero de bala. Llevaba puesta una remera de Ramones, con la portada de “Mondo Bizarro”. La boca con la que alguna vez le había preguntado cuándo tocaban o si era virgen, ya no existía.   
Varias veces, mientras observaba a los resucitados, pensó en irse, de abandonar más que nunca el pueblo. Mucho antes de que todo se fuera al carajo (como gustaba en decir), había considerado la posibilidad de marcharse, de comprobar, como decía una canción de Rosario Bléfari que le había grabado Hernán, si la fiesta que daban al lado, era mejor. Pero después no, el encuadre de la partida se esfumaba. La ciudad más cercana estaba lejos, y además, cada vez que tocaba su guitarra desde lo alto, un “público” numeroso se agolpaba contra los muros de la iglesia, gruñendo, extendiendo sus brazos (los que aún los conservaban), con el fanatismo desbordado de poder hacerse con algo de su ídolo.

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Sobre Marcelo J. Silvera

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