Texto: Liliana Fassi
Ilustración: Coqui Podestá
Tienes encendidas cada
una de las luces del departamento. Hoy le temes más que nunca a la oscuridad. Te
desprecias, pero no puedes detenerte. Devoras pizza fría, torta de chocolate y
helado, todo a la vez. Y lloras. ¿Qué diría tu madre si te viera, Nadia?
Más temprano, huiste del
salón donde se exponen tus pinturas. Nunca te gustaron esos eventos. No te gusta caminar entre la
gente. No te gusta que te toquen. No te gusta responder preguntas. Sabes que
deberías estar feliz porque el público te admira y compra tus obras, pero una
vez más tuviste que soportar a ese periodista. ¿Cuánto hace que te acosa con su
curiosidad? Parece sospechar lo que esconden tus cuadros.
—Usted pinta la tragedia.
Cuerpos destrozados, ruinas, y esa flor tan llamativa…
Es cierto. Siempre pintas,
en primer plano o escondida en un rincón, una flor blanca con una gota roja que
se desliza por uno de los pétalos.
Cuando llegaste a casa,
corriste a abrir la ducha. Te lavaste el llanto del rostro desnudo de
maquillaje, nunca lo usaste, y refregaste tu cuerpo con saña hasta que el jabón
antiséptico y el guante de crin te lastimaron la piel. Sin embargo, sigues
sintiéndote sucia. No lograste lavar los recuerdos.
Después, preparaste los
óleos y te pusiste a pintar. Pincelada tras pincelada fue surgiendo la figura
de una mujer: un rostro sin boca, con dos huecos en el lugar de los ojos y las
manos amputadas. Debajo del ombligo, la flor blanca con su gota roja. El olor a
trementina suele tranquilizarte, pero no esta vez. No esta vez.
Tragaste sin agua dos
somníferos; aunque les temes a las pesadillas, te acobardan todavía más los
pensamientos. Pero con los sueños regresó el horror. Igual que cuando eras
niña. “Mamá, ¿por qué no vienes?”. Esa
era tu voz interior; tu garganta estaba paralizada, no podías moverte. ¿Dónde
estaba mamá? ¿Por qué no venía?
Te incorporaste con un
grito, sudorosa y agitada. Sólo dormiste dos horas.
—Es una forma de
manifestación artística –le respondiste al periodista.

—El artista se manifiesta
en su obra y el espectador la completa con sus emociones.
Sabes que él tiene razón,
Nadia. Sabes por qué pintas esas imágenes, pero no quieres pensar. Te
levantaste y pusiste las sábanas a lavar, como haces todos los días. ¿Te
acuerdas de la primera vez? Tenías diez años, y volviste a ponerlas húmedas en
la cama. ¿Qué habría dicho mamá si hubiera sabido? Sin embargo, deseabas que supiera.
Ojalá hubiera preguntado.
—Se podría pensar en
situaciones traumáticas que…
—¿Y usted quién es? ¿Mi
psicoanalista? –cuando te acorralan, cruzas los brazos sobre el pecho. De ese
modo, tu corpulencia y tu ropa siempre negra te hacen parecer autoritaria.
Cuando eras niña, había
tantas cosas que callabas. Si hubieras podido hablar... Si hubieras podido
contarle a mamá... Pero ella nunca acudió cuando la necesitabas.
—Yo diría que… -insistió
él.
—Disculpe, tengo que
seguir saludando…
Cuando eras niña, te
quedabas quieta, escuchando los susurros, sintiendo el miedo. Miedo a dormir, porque en tus sueños todo era
rojo y blanco. Miedo a estar despierta, porque tu pesadilla seguía, pero
entonces tu universo era negro; no te animabas a abrir los ojos. ¿Recuerdas? Claro
que sí, nunca olvidaste. ¿Cómo podrías olvidar? Por eso siempre dejas una luz
encendida durante las noches.
Cuando empezaste a comer
sin control, lo único que mamá dijo fue: “Mía, vas a engordar como una cerda”.
Otra vez, dijo: “Mía, qué desarreglada que estás; parece que no quisieras que
te miren”. Una vez te animaste a contarle que de noche te visitaba un monstruo.
“Mía, ves demasiadas películas”, dijo mamá. Cuando insististe, su respuesta fue:
“¡Basta, Mía! Estás grande para esos cuentos”. Nunca más te atreviste a decirle…
Cuando fuiste mayor, te fuiste de tu casa y cambiaste tu nombre. Ya no quisiste
ser Mía. Ya no quisiste ser propiedad de nadie. Fue tu único acto de rebeldía.
Adoptaste el seudónimo con el que firmas tus cuadros y trataste de olvidar
quién eras. Y lo que eras.
El periodista estuvo
dolorosamente cerca de la verdad esta noche, por eso escapaste. Y cuando diste
la vuelta, ahí estaba. Frente al cuadro que titulaste “Iniquidad”, un gran lienzo negro sobre el que resalta la flor, lo viste.
Después de tantos años. Está mucho más viejo, pero conserva la misma expresión
cuando te mira. Esa forma de mirarte… Y reviviste la pesadilla. Olvidaste que
tenías tu auto estacionado cerca, subiste a un taxi y viniste a encerraste en tu
departamento.
Casi amanece y estás aquí,
en el silencio de tu refugio iluminado, atragantándote con comida y llanto. Por
culpa del monstruo, que regresó, no te puedes quitar de la cabeza aquella
mancha. Rojo sobre blanco. Todavía resuena en tu cabeza la palabra que gritó ella
cuando volvían de la clínica aquella noche. El médico te hizo daño, pero fue
peor el grito de mamá cuando te empujó dentro de tu habitación. El grito de tu
madre:
—¡Puta!
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