El gol de Peraltita
Texto: Adrián
Demichelis
Ilustración: Coqui Podestá
Ilustración: Coqui Podestá
En este tiempo exitista y
mezquino, triunfalista a rabiar, en donde ganar es lo que sirve y ser campeón
es lo esencial. El gol de Peraltita sería como una trompada en los testículos a
los empachados de ambición, una cachetada en la boca a los creadores de frases
imbéciles como: “que del segundo nadie
se acuerda”, y tantas otra pavadas inventadas para alimentar las almas de los
eternos perdedores, que solo disfrutan de la victoria, sin saber que la gloria
es mucho más que ganar.
Peraltita era un morochito flaquito,
por genética y “obligación”, de ojos grandes y tristones, el mayor de tres
hermanos, de condición humilde, era el último
suplente de nuestro equipo (la categoría 74 del glorioso Porvenir), el que
entraba cuando el partido estaba ganado fácilmente o la derrota era inevitable.
Peraltita era el primero en llegar a las practicas (quizás para escapar de las
cosas tristes de la vida), no tenia los Ocelote, esos de muchos tapones, o los
Pumas Maradona que usaba el hijo del doctor, el se calzaba las Flechas, las
azules, esas con puntas para patear perros, las mismas que utilizaba para ir a
la escuela.
Domingo tras domingos Peraltita
iba a todas las canchas, a la de San
Antonio, Centralito, hasta la de Campeadores, esa que quedaba en la “coch”… muy
lejos. Siempre acompañado por su viejo, un morocho delgado, de bigotes anchos y
negros, de manos callosas y piel curtida por el viento y el sol, de andar
cansino y poco hablar. Peraltita siempre estaba, aunque a veces no le tocaba
jugar, y sin chistar, ni reclamar, se volvía a su casa, sentadito en el caño de
la “bici mormona” de su papá. Con los
ojos mirando el piso buscando una respuesta.
Era la última fecha del
campeonato, de aquel año 1984, nosotros jugábamos con All Boys, ellos primeros,
y mi querido Porvenir, segundo, pero a un puntito nada más. Definíamos en nuestra cancha. Me acuerdo que
la noche anterior no pude dormir, era una parada difícil, ellos tenían al
Chincuenta, que la movía muy bien y adelante al grandote Pérez que le pegaba
con un fierro. Para colmo ese domingo
era el día del padre, yo soñé mil festejos con dedicatoria a mi viejo, me
imaginé la vuelta olímpica y la cara de Don Luis (mi padre) aplaudiéndome
detrás del alambrado.
Salimos a la cancha como siempre
los mismos siete, Petete al arco, Farías de cuatro, el Ñoño de dos, Gremito de
tres, Cachula de cinco, el Pata Fina y yo adelante. Luisito, Tigero, Muñeco y
Peraltita al banco.
Ellos empezaron con todo, pases
cortos, largos, tacos, caños, y gambetas. Nosotros parados. En una de tantas el
Ñoño no puede con el Grandote Pérez,
zapatazo y a cobrar, pedíamos uno a cero y el campeonato se alejaba.
Segundo tiempo y nosotros
buscábamos por todos lados hacerle un gol al Lechuga Ceballos, el “arquerazo”
de ellos. Este la sacaba con las manos, con las piernas, hasta con el culo, no
la podíamos embocar. De repente contragolpe de All Boys, Chincuenta para el
Grandote Pérez y ese hijo de su madre la colgó en un ángulo, dos a cero y chau
campeonato.
Yo tenía ganas de llorar, de
putear , quería irme al lugar más alejado de la tierra. Kiki nuestro técnico
empezó a hacer cambios, entro Tigero, Luisito y Muñeco. Peraltita miraba de reojo a nuestro Dt, como implorando
desde las tripas que lo llamaran. Faltando tres
minutos se escuchó, con resignación, la voz imperativa de Kiki: -
Peraltita calentá. Salió como un cuete
por la línea de cal, saltaba, metía piques cortos y de vez en cuando pispiaba
para atrás de uno de los arcos en donde siempre se ubicaba su papá en soledad.
Restando dos minutos el árbitro,
el Toto Perazzi, autoriza el cambio, Salí yo a puro llanto, entró Peraltita con
todo su entusiasmo. Jamás había marcado un gol, ni en las prácticas las
embocaba. Hasta que de repente, después
de un pase de Cachula, Peraltita quedó
solo frente al arquero, apretó los dientes, sacó fuerzas desde el alma, rezó
para que las Flechas lo ayudaran y pateó
con todas sus tristezas amontonadas en su pie derecho. Para que la pelota cómplice ingresara en el
arco, que por un momento pareció hacerse más grande. Un grito seco, un desahogo
se escuchó: -¡gollll!, gritó Peraltita y nadie lo acompaño. Solamente quedó
tiempo para sacar del medio, después Perazzi pitó el final y ellos gritaron campeón.
Todos terminamos llorando,
mientras los All Boys revoleaban sus
camisetas verdes y daban la vuelta olímpica. El único que estaba contento era
Peraltita, que salió corriendo como una liebre en busca de su viejo, se acercó
con el pecho inflado de orgullo y le dijo:
-Feliz día papá, este gol es para
vos, es el regalo que no te pude comprar.
Su padre, ese morocho de bigotes
anchos, dejo rodar dos gotitas cristalinas por sus mejillas curtidas, abrazó a
Peraltita, lo apretó contra su cuerpo, y en un lenguaje silencioso agradeció a
su manera el regalo de su hijo. Después lo tomó de la mano y se fueron
caminando. Esta vez Peraltita no iba
sentado en el caño de la bici mormona, viajaba aferrado a su padre, contando
con ojos emocionados las vivencias del gol que hacía un rato había marcado.
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