Un reloj de Sol
Texto: Alicia
Perrig
Ilustración: Coqui Podestá
Ilustración: Coqui Podestá
En mi pueblo hay un reloj de sol.
Tiene siete piedras. O una. O treinta mil.
En el centro, el sol marca su hora. Para siempre.
A la tardecita, le llueve una llovizna de pelusas y a la noche las pelusas
se vuelven arco iris.
Todos los que pasan por ahí lo miran.
Bueno, todos no. Algunos pasan derechos, como sin pasar. Pero los otros,
los que lo miran, los que se animan a mirarlo, piensan: “nunca más”.
Y agradecen.
Todas las semanas, Paula y su mamá llegan en moto. Estacionan la moto en la
vereda y después caminan hasta el reloj. La mamá de Paula se acerca a las
piedras. Las recorre, las acaricia, las humedece de recuerdos y espera. Después,
se sienta con la espalda ahuecada en una de ellas y cierra los ojos.
Paula corre, se arrodilla para llenarse el pelo de flores y juega a la
mancha con la llovizna de la tardecita.
Paula ríe.
Y canta.
La mamá podría dibujar con sus dedos cada tibieza de las piedras, porque
todas las tibiezas de las piedras la dibujaron a ella.

La mamá de Paula, sin abrir los ojos, le dice que siga.
-Cantá, Paula, -le dice- reí. Reí siempre.
Entonces Paula ríe y canta y juega y le hace cosquillas a la llovizna y le
cambia el color a las flores y parece una pelusa de luz entre las piedras.
La mamá de Paula respira hondo y susurra, como para que solo las piedras la
escuchen:
-Cantá, Paula, cantá, así las piedras saben.
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