Texto: Lumpen (o
Guillermo Yáñez, ya no sabemos quién es quién)
Ilustración: Coqui Podestá
Ilustración: Coqui Podestá
El tiempo es tiempo cuando la razón se
interpone para estructurar estructuras formales. El tiempo no es tiempo, allá
en aquel tiempo en el cual los bares y cualquier sucucho se abrían al tiempo
para perder el tiempo. Hacía diez años que el hombre faltaba del pueblo y sabía
que la fábrica se hallaba cerrada. No entendía el motivo, pero no le importó
demasiado, porque sus intereses estaban en otra parte. No era peón. Ni capataz.
Ni nada y todo. Esos años sólo perduraban en sus manos agrias que dividen
separando capas tras capas, lustros tras lustros de energía vital. Manos bailan
para crear las más majestuosas obras jamás soñadas en sueños. Yemas rozan,
adhieren al cutter que deshoja irregularidades para formar superficies
precisas. En serie volumétricamente. Sincronizadas. Gemelas también primas.
Juntas viajan hacia las distintas antípodas en busca -a través del vil metal- de
aquel lugar que acuerda su función.
Mañanas completas. Tardes full time. Noches
rotativas y madrugadas mono lumínicas solitarias totales contemplaban su sentir
que entrega todo, como el Uruguay del ´50 fomentado tal Maracanazo que todavía
lloran en el Brasil. Una vida donada al servicio de una ilusión, creíble pero
ficticia por codicia nefasta, a mano del capitalismo que segmenta excluyendo. Junto
a la política fanática partidaria que estrangula y mata al son de risas para
perduran con reberverancia cíclica macabra.
Cuando el horario formal obligatorio
termina agotando, empieza el horario desfragmentado también obligatorio
placentero. La gallera es un círculo de cañas de cincuenta centímetros de alto,
dentro de un galpón normalmente abandonado. Los mineros y demás gentes arrojan
los billetes agotados sobre la arena, para aumentar el griterío, aumentando las
apuestas, también el juez apuesta duro. En el centro, el reñidero. Un gallo
pinto pelea contra un gallo zambo: se arrancan los ojos a picotazos, se
deshacen a golpes de espuela. Las risas de fondo mientras los gallitos saltan. Aletean.
Se acorralan el uno al otro. Caen y se levantan, se vuelven a caer y a
levantarse. - ¡Veinte a diez al zambo!,
¡Voy al pinto, voy al pinto! Los mineros son fanáticos de los gallos. Por
supuesto, la riña de gallos desemboca en riña de hombres, de hombres obreros y
muchas veces termina mal.

El diamante viene en aluvión o en veta. El
minero hunde las piernas en el agua durante largas horas, días, años o se
introduce en la tierra cavando agujeros como un topo. A veces en las
profundidades, se apaga la vela por falta de oxígeno, y a veces también se
apaga el minero y ahí firme queda.
Una noche, ambos quedaron atrapados por la
lluvia torrencial debajo de un cobertizo de chapa oxidada, y una viejita sabia,
muy conocedora lentamente dijo: “Al lado
de la gloria está el infierno. Uno da un pasito y cae”. Aquí rueda el
dinero como rueda la infelicidad de los jubilados en los slots de avenida
Hipólito Irigoyen. ¿De qué vale? Todos estos humanos han venido alguna vez para
irse. Al principio. El capataz. El minero. Es un campesino. Un obrero. Desocupado
que acepta esta vida como una penitencia, después se acostumbran. Quedan
atrapados, el tiempo se apodera de ellos y de sus sueños. Los devora y los
viola.
Al fin y al cabo solo tienen una rutina
dentro de sus vidas miserables.
Esto es, en cambio, el otro mundo.
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