
Por Juan Drovandi
@JuanDrovandi
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La estancia, el poblado, la gente, sus casas y sus cosas.
¡Salud!, en un nuevo aniversario de la localidad que nació a la par del río y
que –pese a todas las dificultades- no ha dejado de crecer.
“Acá estamos”, habrá dicho don Diego Ferreira y Abad, que
no sabía hablar en castellano, pero compró una estancia en el medio de un
paraje desolado de un incipiente país, que ni siquiera era tal, ya que faltaba
más de un siglo para su independencia.
Don Diego nunca conoció sus tierras, tampoco Blas, el
hermano que las recibió tras su muerte y que apenas se defendía entre el idioma
portugués natal y el español adoptivo. Su hijo, Francisco Ferreira y Abad sí,
él se instaló en la estancia “San Francisco” junto a su mujer; que trajo
consigo la imagen de la Nuestra Señora del Rosario. “Acá estamos”, cuentan que
dijo el hacendado cuando se instaló en el inhóspito paraje.
Francisco murió aquí. Su mujer partió tras aquel hecho.
La virgen, es la principal veneración hasta el día de hoy.
Cuántas horas, cuantos días habrá contemplado Francisco
aquel caudaloso río que pasaba junto a su propiedad. Tercero, para los
españoles; Ctalamochita para los originarios. Lleno de mitos y leyendas; de
tragedias y de historias positivas, navegando sus aguas se llega al mar, pero
también al parque, y a la Cañada de los Castañones. Incluso en algunas jornadas
trágicas, ese río llevaba también hasta el centro de la ciudad. “Acá estamos”,
pensó un sábalo que se le escapó saltando a un mediomundo.

Los que saben escuchar aseguran que en algunas noches el
viento trae el rumor de las peñas en el patio de la iglesia o del Club Alem,
con Jorge Cafrune, Los Cuatro de Córdoba, Los Cantores del Alba o Los de
Alberdi. “Acá estamos”, decían Los Fronterizos cuando llegaban a la casa de
“Chiquin” Moreno.
El León, negrorojoyblanco, el club de los 90 años que de
tan propio que es, su vida es casi una metáfora de la ciudad. Si uno corre con
una pelota pegada al pie por barrio Residencial América, los árboles se mueven
solos y sueltan sus hojas, recordando aquellos papelitos que tiraban los
hinchas. “Acá estamos”: Montes, Etrat, Mazzini, Abatedaga, Schibli, Morales,
Gatti, Agosto (por dos) y no sigo porque la historia siempre es más larga que
los nombres. “Mes que un club”, dicen
en Barcelona; “Toda una ciudad”,
deberían decir las tribunas de “La leonera”.
Lentejuelas cosidas a mano; plumas de colores; piedras
cosidas. “Acá estamos”, dice concentrada y atrás una máquina de coser, Stella.
Todos los años serán su última vez… hace 30 años… “Palomo”, María, Héctor,
Carlos, Omar y centenares de anónimos más forman parte de esta cantidad de
almas que han hecho crecer los Carnavales Gigantes.

Nada ha perdido su lugar aun cuando el progreso llegó y
siguió avanzando inexorablemente. Es que el ADN local es más fuerte que lo que
uno supone: esforzados, peleadores, “cabezas dura”, esa debe ser una
explicación para que una ciudad que se inundó varias veces, que sufrió un
ciclón, que tuvo epidemias de todos los colores; que tuvo durante toda su
historia penurias económicas y que incluso padeció el éxodo de sus comerciantes
antes de 1890; siguió creciendo y progresando.
Ni Pitágoras lo hubiera pensado mejor: Carranza,
Belgrano, Libertad. Un triángulo casi perfecto que marca el epicentro de una
ciudad que cumplió 190 años. Que no se deja vencer aun con el paso del tiempo y
que hizo de su amor propio, de su sentido de pertenencia, ese sentir único que
tiene Villa Nueva por sobre cualquier otro lugar y que en 100, 200 o 300 años
más, seguirá teniendo en su Alem, en sus corsos, en su río, sus casonas y sus
referentes, firmes y estoicos; pero también en silencio, diciendo “acá estamos”,
como siempre, más que nunca.
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